PAPÁ OLVÍDALO!
Era
una mañana como cualquier otra. Yo, como siempre, me hallaba de mal humor. Te
regañé porque te estabas tardando demasiado en desayunar, te grité porque no
parabas de jugar con los cubiertos, y te reprendí porque masticabas con la boca
abierta. Comenzaste a refunfuñar, y entonces derramaste la leche sobre tu ropa.
Furioso, te levanté por los cabellos y te empujé violentamente para que fueras
a cambiarte de inmediato… Camino a la escuela, no hablaste. Sentado en el
asiento del carro, llevabas la mirada perdida. Te despediste de mí tímidamente,
y yo sólo te advertí que no te portaras mal en el colegio.
Por
la tarde, cuando regresé a casa después de un día de mucho trabajo, te encontré
jugando en el patio. Llevabas puestos unos pantalones nuevos y estabas sucio y
mojado. Frente a tus amiguitos, te dije en voz alta que debías cuidar la ropa y
los zapatos, que parecía no te importaba mucho el sacrificio de tus padres para
comprarte la ropa. Te mandé para la casa para que te cambiaras, y mientras
marchabas delante de mí, te indiqué que caminaras erguido… Más tarde, continuaste haciendo ruido, y
corriendo por toda la casa… A la hora de cenar, arrojé la servilleta sobre la
mesa, y me puse de pie furioso, porque no parabas de jugar. Con un golpe sobre
la mesa, grité que no soportaba más ese escándalo, y subí a mi cuarto. Al poco
rato, mi ira comenzó a apagarse. Me di cuenta de que había exagerado mi
postura, y tuve el deseo de bajar para hacerte cariño, pero no pude. ¿Cómo
podía un padre, después de hacer tal escena de indignación, mostrarse sumiso y
arrepentido? Luego escuché unos golpecitos en la puerta. "Adelante",
dije, adivinando que eras tú. Abriste muy despacio, y te detuviste indeciso en
el umbral de la habitación. Te miré con seriedad y pregunté: ¿Te vas a dormir?,
¿vienes a despedirte? No contestaste. Caminaste lentamente con tus pequeños
pasitos y, sin que me lo esperara, aceleraste tu andar, y corriste para echarte
en mis brazos cariñosamente. Te abracé, y con un nudo en la garganta percibí la
ligereza de tu delgado cuerpecito. Tus bracitos rodearon fuertemente mi cuello,
y me diste un beso suavemente en la mejilla. Sentí que mi alma se quebrantaba.
"Hasta mañana, papito" me dijiste…
Ay mi Dios… ¿Qué es lo que estaba haciendo?, ¿Por qué me desesperaba tan
fácilmente? Me había acostumbrado a tratarte
como a una persona adulta, a exigirte como si fueras igual a mí, y ciertamente
no eras igual. Tú tienes unas cualidades que Yo no tengo: eres legítimo, puro,
bueno y sincero, y, sobre todo, sabes
demostrar amor. Dios mío: ¿Por qué me costaba tanto trabajo?, ¿Por qué tenía el
hábito de estar siempre enojado? ¿Qué es lo que me estaba pasando? ¡Yo también
fui niño! ¿Cuándo fue que comencé a contaminarme?... Después de un rato entré a
tu cuarto, y encendí la luz con cuidado. Dormías profundamente. Tu hermoso
rostro estaba ruborizado, tu boca entreabierta, tu frente húmeda, tu aspecto
indefenso como el de un bebé. Me incliné para rozar tu mejilla con mis labios,
respiré tu aroma limpio y dulce. No pude contener el llanto, y cerré los ojos… Una
de mis lágrimas cayó en tu piel sin que lo notaras. Me puse de rodillas y te
pedí perdón en silencio. Te cubrí cuidadosamente con las cobijas, y salí de la habitación.
Querido
hijo: al pasar de los años y cuando tu tengas también tus hijos, algún día
sabrás que los padres no somos perfectos, pero sobre todo, ojalá te des cuenta
de que, pese a todos mis errores..., ¡Te
amo más que a mi vida!
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